Cinco horas con Luis Eduardo Aute

Fernando Marías

 

   Conviví con Luis Eduardo Aute durante cinco horas de una tarde de enero de 2016. Nunca lo había visto antes. No lo he vuelto a ver después. 

   Hoy ha muerto. 

   Por aquellos días de enero, Raquel Lanseros, Palmira Márquez, Miguel Munárriz y yo habíamos sumado fuerzas para subir al escenario del teatro Alfil de Madrid un recital de textos y versos alrededor de la sexualidad en su vertiente explícita. Esa era la consigna: sexo explícito, así adjetivado y así bautizado: Verso Explícito, VerSex.

   La propuesta, mientras la poníamos en movimiento, nos deparó diversas sorpresas, algunas menos gratificantes que otras. 

   Descubrimos, por ejemplo, que no hay demasiada poesía interesante que asuma con nitidez verbalizar lo sexual. Abundan los ríos de erotismo sugerido, los mares y mares de metáforas, los océanos inabarcables de versos evocadores… Pero el verso explícito se reveló un pez razonablemente infrecuente. Tanto, que decidimos ir más allá y proponer a quienes habrían de compartir escenario con nosotros que escribieran un texto inédito para la ocasión, lo que acaso podría llegar a desembocar en la edición de un libro esos poemas sexuales. Aquí, sin embargo, acechaba la segunda sorpresa. 

   Fueron varios, incluso bastantes, los nombres de talento reconocido que, tras aceptar el reto, hubieron de reconocerse incapaces de llevarlo a cabo. Curioso e interesante, y a la fuerza reseñable dentro del proceso de construcción del proyecto, que por algo habíamos subtitulado una indagación en la sexualidad humana a través de la poesía; hacia ahí, hacia una indagación, señalaba la peculiar y hasta contagiosa impotencia creativa, que sorprendía, antes que a quienes observábamos el fenómeno, a las propias víctimas del bloqueo. Tal vez, concluíamos, es más difícil de lo que parece adentrarse en los recovecos desconocidos —o secretos— de la propia sexualidad para, después, mostrarlo sin pudor a otros. 

   Aún así, logramos reunir a un grupo de autores que, tal vez para compensar la balanza, se mostraron entusiastas, creativos, impúdicos y, por supuesto, explícitos. Fijamos el 12 de enero de 2016 como nuestro primer encuentro con el público. Aparte de Raquel y yo, que conduciríamos los recitales, iban a estar con nosotros ese día Espido Freire y Ana Merino, además de la presencia, mediante trazo espiritual no catalogable, de Manuel Vilas. 

   Y en esto apareció Eduardo.

   Bien conocida es su amistad larga y verdadera con Palmira y Miguel, que en algún momento le hablaron del proyecto y le interesaron en él. Con naturalidad envidiable, se ofreció a recitar ese día algunos poemas junto a nosotros. Cuando lo supe, vino a mi cabeza la primera vez que oí cantar a Aute. Era 1975. Yo, con diecisiete años, acababa de llegar a Madrid para estudiar cine y me encontraba aquella tarde con una compañera de facultad que me gustaba mucho y a la que no sabía cómo declarar mi pasión sin límites, mi amor incondicional. Ella tenía un casette donde ponía música que yo hasta entonces no había escuchado nunca, aunque me esforzaba para que me gustase como forma de establecer una vía de acercamiento. Entre todas aquellas canciones en inglés de Janis Joplin, Lou Reed y James Taylor surgió de pronto una voz dulce y amiga que contaba el primer beso entre un hombre y una mujer, mientras ambos ven a James Dean en la pantalla del cine tirar piedras contra una casa blanca. Me pareció una señal del cielo, un faro en la oscuridad. Tras largos días de meditación, planificando y ensayando, me decidí por fin y una mañana, entre la clase de Estética y la de Introducción a los medios de comunicación social, me atreví a decirle que me gustaría ver con ella Al este del Edén. Me parecía que mi osada declaración no podía ser más clara y expresiva —más explícita, ya que estamos—, pero ella contestó que la había visto hacía poco y que no le gustaba nada, que le parecía aburrida y pesada, y además no soportaba a James Dean. Fue un fracaso amoroso demoledor, que me abocó, durante las semanas siguientes, a escuchar cantar a Aute, una y otra vez, Las cuatro y diez, la canción que narraba con tanta hondura mi desdicha que parecía escrita para mí.

   Ese Luis Eduardo Aute era el mismo que entró —solo que a las cinco y cuarto— al teatro Alfil para ensayar con nosotros. Precisamente porque la seducción del espectáculo se basaba en la palabra y el discurso de los participantes, el esquema no podía ser más sencillo. Se trataba de ir llamando uno por uno a los autores y Aute, por último, subiría desde el patio de butacas para señalar su calidad de invitado especial y leería cuatro poemas relacionados con la sexualidad en su vertiente explícita. Yo lo veía asentir con toda esa afable serenidad suya a cada una de las instrucciones, como si en realidad fuese todo tan fácil que se hiciesen innecesarias las instrucciones, y cuando todo estuvo claro se fue a fumar. 

Fernando Marías con Aute
Fernando Marías dando indicaciones

   Volvió, como había dicho, quince minutos antes de que se abriese la sala al público y ocupó su lugar en la primera mesa a pie de escenario. Miguel se acercó a Raquel y a mí, listos ya para entrar en el escenario, como si quisiera hacernos alguna confidencia; temimos, sin verbalizarlo, que hubiera surgido algún problema de última hora por parte de Eduardo.

   —Pregunta Eduardo —susurró Miguel en voz baja— si tenemos algún inconveniente en que cante un par de canciones. Dice que a lo mejor así queda más redonda su aportación. 

   Pensé que nos estaba gastando una broma. ¿Tener inconveniente, algún inconveniente, en que Luis Eduardo Aute cantara una canción en el mismo escenario que nosotros? 

   Para quienes sabíamos lo que iba a ocurrir, toda la velada estuvo marcada por la espera de aquel momento. Tras el espíritu de Vilas, que acudió puntual y de buen humor, nos acompañaron en el escenario la valentía desnuda de Ana Merino y la exaltación de Espido Freire, sorprendente siempre, que supo señalarnos el punto del universo donde conviven Teresa de Jesús y Bob Fosse. 

   Y en eso, entonces, le tocó a Eduardo. 

   Subió entre el aplauso sincero de los presentes. No había allí nadie que no amara a Luis Eduardo Aute. Se instaló en el taburete señalado, frente al micro, y tomó de la mesita auxiliar uno de los libros que había depositado allí antes. Leyó, contó, narró, ironizó, hizo reír y sonreír al público, se emocionó él… Pero el verdadero espectáculo lo conformaban su serenidad y su dominio, esa calma elegante que lograba convocar y transmitir una intensidad apacible. Entonces, de pronto, carraspeó brevemente y comenzó a cantar. Solo su voz, solo su deseo, solo él. Todos supimos y sentimos que nos estaba haciendo un regalo de generosidad sencilla y sin límites. Cada uno de nosotros salió de aquella noche hechizado a su manera. Hay una fotografía, la única del instante preciso en que Eduardo comenzaba a cantar, en la que el rostro de Raquel Lanseros, sentada a su lado, resume los rostros de todos los presentes, de repente un poco niños la noche de Reyes. Luego cada uno, me consta y lo he comprobado, lo ha narrado a su manera. 

Aute quiso cantar a capella
Raquel Lanseros contempla a Aute recitando

   Aute se fue sonriendo. No lo volví a ver. 

   Y hoy, tras su muerte, mientras justo ahora escucho de nuevo Las cuatro y diez, me pregunto si puede alcanzar un ser humano logro mayor, en la despedida final, que llevarse consigo el respeto, la admiración y el amor de cuantos lo conocieron.

 

   

   

          

    

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