No siempre somos conscientes de la felicidad cuando acontece. A veces debe pasar mucho tiempo.
Me ocurrió, por ejemplo, cuando Ennio Morricone entró en mi vida en el año 2002.
Solo fui consciente de su verdadera dimensión emocional hace unos días, mientras preparábamos la nueva experiencia Diodati se mueve en el cementerio de Sad Hill, escenario emblemático de la película de Sergio Leone El bueno, el feo y el malo con música mítica compuesta por Morricone.
A finales de 2001 arrancó la adaptación al cine de mi novela La luz prodigiosa, que rodó Miguel Hermoso al año siguiente. La primera película de Azalea, la empresa de un grupo de nuevos e ilusionados productores que reunieron los recursos para sacar adelante la película. Puesto que escribí también el guion, solía acudir, más por curiosidad de cinéfilo que por verdadera necesidad de mi presencia, a las reuniones de trabajo que tenían lugar en la oficina cercana a la Puerta del Sol. Me fascinaban las personas que conocía allí: un día, la diseñadora de vestuario Sonia Grande, ganadora de múltiples reconocimientos por su trabajo pero, para mí, la creadora que iba a vestir con ropa concreta, ropa inventada, a mis personajes; otro día era el director de fotografía, Carlos Suárez, muchas de cuyas películas había visto; otro más, el diseñador de arte Félix Murcia, ganador de varios premios Goya y encargado de convertir la Granada de 2002 en la Granada de 1980. Nos mirábamos con curiosidad amable, como si cineastas y escritores fuéramos pobladores curiosos de las dos orillas del mismo río mágico.
Un día nos llamó por teléfono Ennio Morricone, así como suena.
Estábamos reunidos en la sala de paredes acristaladas de la oficina. Yo observaba a los distintos jefes de equipo sin perder de vista al productor ejecutivo, Manuel Ángel Egea, que hablaba por teléfono en su despacho, al otro lado del cristal. De pronto colgó, se levantó muy despacio y entró en nuestra sala sin hacer ruido y mirándome a los ojos. Vino hasta mí, inclinó su cabeza hacia mi oído y susurró:
—Morricone ha leído tu guion y quiere hacer esta película.
Luego se incorporó y en voz alta y tono algo más solemne repitió la frase para los demás:
—Morricone ha leído el guion y quiere hacer La luz prodigiosa.
Nunca supe por qué tuvo esa deferencia de decírmelo a mí antes, pero se lo agradezco y se lo agradeceré siempre.
A partir de ahí vinieron las nuevas noticias, los sucesos concretos, los regalos para la memoria:
Por ejemplo, Morricone anunció que compondría una canción titulada La luz prodigiosa, que interpretaría Dulce Pontes.
Por ejemplo, Miguel Hermoso lo visitó en Roma para cambiar impresiones sobre la futura música de la película. Morricone sacó de su caja fuerte la partitura original de El bueno, el feo y el malo para mostrársela y, de propina, tocó para él al piano un pasaje de Érase una vez en América. Todavía hoy me pregunto cómo es posible que no me sumara yo a aquella expedición al santuario romano del genio.
Por ejemplo, con la película ya en fase de montaje me llegó un cd en estuche transparente de plástico con la banda sonora completa, todavía sin terminar de mezclar, y con una inscripción rotulada a mano en el anverso: Ennio Morricone B.S.O. / La luz prodigiosa. Introduje el dc en el equipo y escuché por primera vez la voz de Dulce Pontes, ese estallido glorioso que abre la banda sonora: Nana, niño, nana / del caballo grande / que no quiso el agua…
Por ejemplo, algún tiempo más tarde, con la película ya estrenada, coincidí en un estudio de radio con Dulce Pontes, a la que no conocía en persona, y al presentarme como autor de La luz prodigiosa me saludó lanzándose a cantar a capella, con toda su amplia sonrisa, la primera estrofa de la canción. Allí mismo, a medio metro de mí.
Por ejemplo todo esto y, por ejemplo, algunas cosas más fueron ocurriendo con el paso de los años. También el progresivo olvido de la película, que previamente se había saldado con premios y reconocimientos internacionales, candidaturas a los Goya y fracaso en taquilla.
Diecisiete años después Ennio Morricone ofreció dos conciertos en Madrid, la gira de su despedida oficial de los escenarios. No pude asistir, pero mi amigo José Antonio Muñoz, periodista del diario Ideal, que sí estuvo presente, me contó cómo La luz prodigiosa sonó a mitad del concierto, por supuesto interpretada por Dulce Pontes, y volvió a sonar una vez más para cerrar el último bis.
Al saberlo fui consciente —o más bien volví a ser consciente, tras años de no haberlo vuelto a revivir— de que el tema que había sonado, al parecer luminosamente, en ese último acto de Madrid, había sido inspirado diecisiete años atrás por mi pequeña y querida novela. Así lo atestigua este viejo cd que custodio bien cerca. Estuche transparente y una inscripción que alguien rotuló a mano muchos años atrás: Ennio Morricone B.S.O. / La luz prodigiosa.
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